domingo, octubre 19, 2008

El árbol seco

Jueves 26 de Junio de 2008, (columna de El Mercurio)
El árbol seco

(A A. Tarkovski)

Un monje veía desde su ermita, en la cima de la colina más próxima, un árbol seco. Desde que llegó a ese lugar, lo primero que capturó su atención fue ese árbol como dejado de la mano de Dios, seco entre hermosos árboles encendidos en el otoño, cargados de hojas de la más variada gama de ocres, amarillos, rojos.

Pero no eran esos árboles florecidos, sino el irrecuperable árbol seco lo que echaba raíces en el corazón del monje. Lo miró tantas veces con tristeza, después de cada oración, y lo que al comienzo sólo era una distracción de sus arduas tareas habituales se transformó en una obsesión. Soñó varias veces con él: en uno de los sueños, se veía a sí mismo cuando niño, corriendo alrededor del árbol. Una noche vio en sueños al niño -él mismo- abrazar al árbol, y al árbol florecer en pleno otoño.

Al día siguiente, el monje pidió permiso a su superior para ir a regar el árbol seco. El superior era un hombre de edad, silencioso, taciturno; en su frente se notaban las marcas de tantos años de privación, oraciones y sequedad espiritual. Lo miró severamente y le dijo: "Ese árbol está definitivamente muerto, ya sería hora de que lo cortáramos para convertirlo en leña para el próximo invierno".

El monje le rogó que no lo hiciera. Le dijo que él estaba seguro de que podría hacerlo florecer si era constante en el riego, si sostenía su fe en su resurrección. El superior sonrió irónicamente y le dijo que había dentro del monasterio otras tareas más urgentes que la de regar un árbol seco, sin esperanzas. El monje tuvo que aceptar con resignación las implacables y duras palabras de su superior. En el invierno, inesperadamente, el superior enfermó gravemente y falleció en medio de dolores y una honda crisis de fe. Fue un duro golpe para todos: el anciano se llevaba a la tumba los secretos del arte de sobrevivir en las duras inclemencias de la vida monacal.

El nuevo superior tardó en llegar: era el tiempo de las iglesias vacías, de la crisis de vocaciones; la Iglesia, como un inmenso barco de quilla gastada por el mar, debía navegar en medio de implacables tempestades y muchas veces estaba a punto de zozobrar y hundirse, llevada al fondo de sí misma por su propio peso. Pero se sostenía como un barco ebrio, buscando un rumbo seguro en medio de la tormenta final.

Entonces, el monje decidió una mañana subir su primer cubo de agua a la cima del monte, para regar el árbol seco. Cuando vertió el agua por primera vez, sintió una paz y alegría inesperadas -como nunca había sentido en esos años de retiro-. Esa noche, el niño de sus sueños vino a abrazarlo, inundándolo de un gozo inefable.

Todos los días, todos los años, contra toda lógica, el monje fue subiendo los cubos de agua a la cima del monte, a pesar de las burlas de sus propios compañeros, que lo apodaban "el monje seco". Tal vez era el último en ese monasterio, en la Iglesia y en el mundo que todavía creía en que esos milagros eran posibles, contra toda evidencia. Por eso, una mañana, el esperado milagro se hizo realidad: el monje se dio cuenta de que por la noche las ramas secas habían florecido. Nadie se enteró de ese milagro, porque ya nadie miraba al árbol seco, ni él se lo contó a nadie.

Afortunadamente, el hecho no apareció en los diarios, no se transformó la colina en lugar de peregrinación, nadie instaló una ermita ni cobró entrada para ir a ver al árbol milagroso. Era un buen secreto guardado entre el monje y Dios, tal vez el último milagro, que yo ahora cuento, porque el hombre de nuestros tiempos ya dejó de creer en la fuerza de la fe, que antes movió montañas. Andrei, el monje, ya no existe, y con él tal vez se fue el último hombre de Occidente que creyó de verdad. Sólo un inmenso milagro podría salvarnos de nuestra razón devastadora y autónoma, que ha terminado por convertir la tierra en un desierto que avanza a la velocidad de la luz.

Cristián Warnken

Por segunda vez ocupo algo de mi amigo personal Cristián Warnken... Me acordé de ésta publicación con motivo de la peregrinación que se realizó ayer hacia el santuario de los Andes... día de reflexión. Al leer la historia tal vez , muchos se identifiquen con el monje, en creer que podemos dar esperanza a otros... yo me siento el árbol seco y Dios es aquel monje que con todo el amor y paciencia posible me riega una y otra vez esperando a que de fruto... Me siento un milagro... Dios ha hecho milagros en mi, me ha destapado los ojos y para muchos soy "distinta"... si, soy distinta porque me dejé regar por Dios, soy distinta y miro el mundo de manera distinta a los demás porque conozco un amor diferente... un amor verdadero... doy gracias porque cuando ni yo misma pensaba que volvería a florecer Él ha insistido en este árbol seco que vuelve a florecer...

2 comentarios:

José dijo...

Bello. Uno se da cuenta que inevitablemente cuando le abres las puertas de tu corazón a la vida misma, a esa vida que se te quiere regalar con esa muerte de cruz, lo que se ve imposible se hace posible.

Y al reves, cuando uno se deja regar, lo que parecía imposible hacer, es posible. Es conmovedor darse cuenta que el señor hizo en uno maravillas.

=)...un gran abrazo.

valeska dijo...

Pame!
tenía razón el Fran...
te dejo un saludo y un abrazo grande
tenemos que leer el ciprés...
nos vemos!
Vale